domingo, 9 de abril de 2017

Gabriel Chávez Casazola. Los poemas



Los patios son para la lluvia

cuando ella cae despiertan sus baldosas,
abren los ojos del tiempo sus aljibes.

Y entonces los patios cantan.

Un canto hondo,
en un idioma arcano
que hemos olvidado pero que comprendemos
cuando cae la lluvia sobre los patios
y volvemos a ser niños que oyen llover.

Bajo la lluvia todas las cosas son renovadas en los patios 
y cuando escampa el mundo huele a recién hecho, a sábado de Dios, a primavera.

El canto de los patios en la lluvia borra el dolor del universo y susurra el dolor del
     universo
por las lluvias perdidas, por los patios perdidos, por los cantos perdidos,
por ti y por mí que bailamos 
bajo la lluvia de Bizancio
arcanas danzas
con movimientos hondos e indescifrables
en los patios de la memoria.

Por ti y por mí que bailamos
que llovemos
que despertamos las estaciones mientras el patio canta

porque la lluvia es para los patios,
esos indescifrables.


Tatuajes

Una mariposa de tinta se ha posado en la espalda
de esa muchacha.

Una mariposa de tinta que durará más que la lozanía
de la piel donde habita.

Cuando la muchacha sea una anciana, allí estará,
joven aún, la mariposa.

¿Cómo se verá la espalda de la muchacha
cuando la lozanía de su piel haya pasado?

¿Cómo se verá la muchacha que ahora ilumina
la verdulería, como una fruta más para mi mano?

¿Los viejos de mañana se verán como los de hoy
y los de siempre?

¿O serán diferentes, ellas con piercings en los senos caídos
y ellos grandes aretes en las orejas sordas?

¿Volarán mariposas en la espalda de las muchachas viejas,
arrugarán sus alas sobre camas del coma, se marchitarán flores
de tinta dibujadas donde se abren sus nalgas?

Tal vez no pueda verlo, ya yo estaré ido para entonces
con mi mano temblando bajo un jean de mezclilla
o con la mente ausente en la cannabis
procurando aliviar dolores cancerígenos.

Ah, una mariposa de tinta se ha posado en la espalda 
de esa muchacha.

Una mariposa de tinta que durará más que su aire.

Cuando ella haya exhalado por vez última
allí estará la mariposa todavía.

¿Echará a volar cuando incineren su morada de carne?

¿Se pudrirá en la tumba como una concubina egipcia?

¿La escuchará alguien volar o quemarse o pudrirse
y podrá venir para contarlo?

¿Escuchará alguien la historia desde la soledad de sus audífonos,
de los grandes aretes en sus orejas sordas?

¿No son estas las viejas preguntas de siempre?

¿Volveré a ver algún día a la mariposa?
¿Volveré a ver a la muchacha?
¿Continuarán existiendo las verdulerías?



El agua iluminada

Y de pronto hay días que, en efecto, la luz es como el agua, el aire es como el agua, la
noche es como el agua, la piel es como el agua
primera 
donde
fuimos felices
y sin saberlo nos regocijábamos por ello
y por todas las cosas
nuevas
bajo el sol
sentados meciéndonos
con los pies colgados alegremente
sobre el techo.



Lucía, cuatro años, toma conciencia de la muerte

Lucía, cuatro años, toma conciencia de la muerte
y dice: ¿cuando crecemos, nos volvemos viejos?
¿Cuando somos viejos, nos quedamos solos?
¿Y cuando estamos solos nos morimos?

Así, con súbita tristeza, hace preguntas ella
que recién ha sido bienvenida aquí a la Tierra
que a su vez recién ha sido bienvenida a sus ojos
y cuando visten ambas un vestido de estreno
del color de las colinas después de que ha llovido.

Ella, la estrenada, preocúpase por la vejez
como también por soledades
que no conoce, pues está siempre bien rodeada
por quienes la queremos, por juguetes
a los que otorga vida
y hasta por los amigos que imagina
en esa edad donde todo nos sorprende y hace compañía:
un botón, una caja de bombones que se torna el cofre del tesoro
o un lápiz que despega del suelo y, raudamente, vuela.

Por si fuera poco, Lucía se pregunta por la muerte:
ella que solo vio morir a una mascota digital en la pantalla
-una equis dibujada sobre los grandes ojos japoneses-
y a los grillos del jardín, cuyo cadáver devoran las hormigas.

Las que conoce fueron, supongo yo, muertes pequeñas
-¿o sabrá cómo se mata la carne de su plato?-
pero al parecer también sospecha
que hay otra forma de morir no menos cruenta:
la paulatina, la que ve en nosotros cada día
(la barba va tiñiéndose de blanco después de los 40).

Haciendo gala de temprano escepticismo,
no parece creer demasiado en la sencilla explicación del Paraíso,
que me apresuro en darle. Ni siquiera pregunta
-como habría hecho yo- a dónde van, al morir, todos los grillos
o si la muerte es apenas un viaje hacia otra parte, hacia un 
nuevo destino: digamos, la ciudad de los muertos.

¿Cómo explicar, entonces, a Lucía, lo que nadie conoce?
¿Cómo decirle que todos abrigamos sospechas y esperanzas,
y a pesar de la fe que nos alumbra (si es que la poseemos)
cierta inquietud nos devora por dentro
cuando comienzan a fallar nuestras entrañas?

Lucía, cuatro años, con sus preguntas toma conciencia de la muerte
y se pronuncia: si es que cuando crecemos nos volvemos viejos
y si cuando somos viejos nos quedamos solos
y cuando estamos solos nos morimos,
entonces papá, yo no quiero crecer.

¿Será que en algún momento de sus juegos incesantes
la soledad la ha visitado?
¿La esencial, digo, esa que viene con nosotros de la mano 
y se va con nosotros, moneda de Caronte;
aquella que nos enfrenta con el borde
de nuestras posibilidades, con nuestro derrotero material;
la piel de nuestro yo: primera y última
frontera,
lugar donde fuimos desterrados?

Lucía, cuatro años, toma conciencia de la muerte
y no quiere crecer.

¿Cómo darle, aunque quisiera, la razón, sin desmoronar
todas las apariencias? ¿Cómo no dársela y llorar con ella, 
repitiendo en voz alta -cual los niños perdidos de Pan-
yo no quiero crecer yo no quiero crecer yo no quiero?

Pero también, al mismo tiempo, cómo no decirle a Lucía
que algunas tardes, al cabecear la siesta
y oír que un viento peina las hojas caídas del patio
sabemos que es abuela muerta que nos habla 
ahora bajo la forma de la brisa

y que muchas noches, al despertar de pronto,
llega el rumor del mar por sobre las montañas
y es abuelo que respira como hacía hace tiempo;
un fuerte y calmo mar que atraviesa el espacio
susurrándonos que nunca estamos solos,
demoliendo los muros de la ciudad de los muertos

como hará este mismo poema cuando ella,
-que hoy tiene cuatro años y se pregunta por la muerte-
o su hija pequeña, puedan leerlo.





Plegaria del molinero
                                                                                                                                                     
                                                                                                                                                   para Antonio

Es sabido que los duendes únicamente se aparecen a los niños
y para ser más precisos 
a los niños que están dejando atrás la infancia
pues son ellos quienes se la llevan consigo
secuestrada
como al bebé del cuento de los Grimm,
nieto de un molinero
e hijo de un rey y una molinera
celebérrima por hilar muy áureas pajas 
y muy finas.

En el cuento, 
la reina molinera e hilandera recupera al niño
al descubrir, por boca de un lacayo,
y luego pronunciar,
delante de aquel duende,
el nombre secreto que guardaba.

Concédeme, oh Rey, a mí, que soy apenas tu lacayo,
poco menos que un molinero de las palabras,
que un hilador de los sonidos,
poder develar y pronunciar el nombre de aquel duende
que se le ha aparecido a mi hijo esta mañana
-un rumpeltiltskin lugareño, la verdad sea dicha,
de ancho sombrero alón y camijeta-;

poder pronunciar su nombre, digo,
antes de que se vaya allá, muy lejos,
llevándose la infancia de mi niño
como se llevaron otros duendes las de todos
el día en que se nos aparecieron
y, sobre todo,
se nos 
d e s a p a r e c i e r o n

dejándonos ahí mismo, parados,
en medio del campo o de la calle o del patio,
convertidos en lo que somos:

apenas unos ex niños
unos pobres adultos
unos extraños que ya no creemos en los duendes.




De la velocidad de los fantasmas

En un prólogo leo que un poeta fue prematuramente muerto.
Pero, ¿acaso hay alguien que muere antes de tiempo?
Todos morimos en el momento exacto.
Lo que ocurre es que los muertos jóvenes dejan más cosas pendientes
y tardan mucho en desplazarse
-distraídos y perplejos-para cerrar sus círculos.

Sí, los muertos jóvenes viajan muy lentamente
para poder ajustar cuentas:
sé de una muchacha cuyo fantasma demoró largos veinte años
en recorrer a pie la ruta desde Buenos Aires hasta San Lorenzo,
en el norte,
atravesando pampas y cañaverales,
para poder decir adiós
con una vaharada de perfume a un hombre que fue suyo,
y sé también de un piloto, muerto en cierto accidente,
que demoró diez años en llegar a los sueños de su madre
para revelarle en cuál pico de los molestos Andes
se encontraba, congelado y envejecido,
cual la heroína de Horizontes Perdidos en el Tibet,
su exquisito cadáver treintañero.

Los muertos viejos no.
Los fantasmas de los que han muerto viejos llevan los pies livianos
ya casi alígeros de tan inmateriales
                                                              (recuerda a Christmas Carol)
y pueden cerrar cuentas-si aún las tienen-en una misma noche,
en esa misma noche en que los velan.

Los muertos niños
los muertos niños no se van del todo
se quedan atrapados e indefensos entre sus juguetes 
sin percatarse de que han muerto,
de que algo ha cambiado radicalmente entre ellos y nosotros.

Por eso, cuando de noche en tu departamento se encienda un juguete sin motivo 
aparente o si, como en cierto palacete de San Isidro en Lima,
un niño se le aparece a una invitada
de voz bella, con toda naturalidad,
jugando tras del escritorio,
es que allí algún pequeño no ha cerrado su círculo
entre sí mismo y la dura razón de la existencia.

Los muertos no nacidos fluyen siempre en el torrente de la sangre de sus madres. 



Poemas de:  Cámara de niebla

                                                                              Gabriel Chávez Casazola



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