miércoles, 26 de abril de 2017

Bruno Nanti. Los poemas

Hembra lunar

Se la nombró mujer y luna, para que espabile con sus ciclos de faro menguante la terquedad de la noche inagotable.

Se la parió luciérnaga y caracol, por brillantosa y despacita, y ahí la veo, que flotando río arriba viene, que nadando cielo abajo va, certera, hasta la desembocadura de la piel.

Catarata, le digo yo, porque me precipita en vuelo y me fragua en marea, porque me sutiliza, me atomiza y me desbarata, me deshace en gotitas leves que hasta de caer se olvidan, y cuando quiero acordarme, ya no soy ni lo que decía ni lo que callaba, apenas un arco sin flecha cercenando el cielo de un trazo, una espalda levitando de siete colores, un espejismo que hierve fresco y baldío de cuerpo, intocable, imposible. 


Nuda mai

Botón a botón,
hebilla tras hebilla,
noche sobre noche
la observé despojarse de toda prenda,
una a una,
cual margarita mecánica.

Y cada mañana, antes del alba,
escudriñé en el suelo el cenicero de sus telas caídas
ansiando
entre faldas fugaces y lencería lunar
encontrarme sus miedos,
saber que al fin se los había podido
o querido
quitar.

Hicimos y deshicimos el amor
dos millones de veces,
pero jamás la vi desnuda.




Fui tu fruta 

Fui tu fruta niña
aunque creas no recordarlo.

Solté el abrazo fresco de mi rama
sabiendo que en la cima del viento
me interceptaría tu mano.

Y fui tu fruta.
Fue mi jugo el que rodó por tu barbilla,
fue mi pulpa la que encandiló tu lengua,
fueron mis dulzores de otoño
los que alborotaron tu sangre
y fue mi semilla la que acampó con mariposas
en tu barriga albina.

Fui tu fruta lo que duró la luna.

Luego soltaste en el recodo mi cáscara,
pero yo ya te montaba por dentro.

Creíste deponerme en un rincón deshabitado.
Quisiste abandonarte de mi,
abortar de tu boca mi azúcar,
fusilar mi nombre con silencios de plomo,
pero fue mi cuna tu guano de olvido aviar.

Me acostumbraste a resucitar en tu roña.
Ahora es tarde;
ya no sé morir.

Y en esa esquina muda
donde callaste mi epitafio
acabé germinando.

Aún te oigo caminar, niña,
liviana de mis colores,
y sé que mañana volverás por este barrio,
tan como si nada.
Apoyarás tu espalda a la vera de mi tronco inmortal
y cerrarás los ojos en el refugio de sol
que sin rencor te lloverán mis hojas,
porque te juré mi luz y mi sombra,
y no me olvido, aunque quieras.

Soñaste que me matabas,
como aún soñarás no recordarme.
Te pido perdón, mi niña voraz,
no es terquedad, es ignorancia.

Desde tu vientre,
ya no sé morir.



Fue bíblico

Se hizo la luz en cuanto la apagué.

A esa plaga que es la sequía
sobrevino el Gran Diluvio
del pecado original.

Anochecimos clavados por la sal
y morimos con tal esmero
que ni al tercer día
pudimos resucitar.

Carnal divinidad,
bendito y fecundo aquel sudor
que nos regó desde dentro
como lluvia de perdición redentora,
astral.

Todo era caer de espaldas
hacia arriba,
a pelo sobre ese lomo húmedo
del que no supimos resbalar
hasta vaciarnos de sed,
hasta hinchar las manos
y las lenguas
de ese redondo,
inagotable manjar:
trufitas de piel de nube,
cáscaras de paraíso,
en colchón de cielorraso,
maridando a la perfección
con las ardientes grapamieles
del sótano más hondo,
altísimo río subterráneo
todo llamas,
todo nuestro,
puro aliento solar.

Fue épico,
mítico,
físico, químico, eléctrico;
olímpico
más que bíblico.
porque fue infinitamente
real.



                                                                                   Bruno Nanti


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