sábado, 7 de enero de 2017

Zeuxis Vargas. Los poemas

Desollando el llanto

Yo que tengo por costumbre esta manía,
esta verborrea pegada
como cuero roto entre los labios,
yo que grito y berreo
hasta ponerme hinchado el corazón
y los puños morados
de tanto darle a nada y resentido.

Yo que me levanto a veces
con cierta repugnancia
arrinconada y susurrando,
tengo que decir,
que no es veneno lo que pasa
sino un sabor originario
que a veces nos pone a todos
de luto hasta los sueños.

Esto de tener que vivir como saliendo a escena
(como porfiando viento,
muecas de fastidio entre los ojos),
es apenas un motivo
para echarle fuego hasta la sombra.
La vaina sencilla de levantarme con fastidio,
de saber que vuelvo al ruedo aniquilando quejas
tiene cierta insistencia de aguja
punzando la carne
o cualquier cosa que posibilite un grito.

Es que crecer, de pronto,
con el olor de la sangre a ras de aliento
es como ponerse a recordar
lo echado a perder entre los sueños.

Que lo serio es esto;
ponerse a vivir como si fuera cierto.

Llevar del pescuezo y a rastras,
la sonrisa de hipócrita al trabajo,
ponerse a hacer familia;
abultar con cansancio las rutinas,
llegar como despierto hasta un domingo;
ponerse a mirar los días
como si fueran diplomas colgados en el pecho
y llorar, hasta reventar la sombra
como pompa de jabón entre los dedos.

Es que gritar así no lleva a cuento
sino a meras certezas de cuchillo.

Es esa rasquiña,
esa esquirla poniendo rojo el desespero.

Yo tengo esta manía
este desagrado hacia el reloj de las esquinas,
esta gana de bajarme del mundo para siempre,
de ponerle tarjeta de vencido
a la mueca de amor que me vendieron.

Es que cargar de pronto
con tanto lío de silencios
perpetrando ciertas decepciones,
con el capricho de saludar amigos
y encontrar sorpresas como si fueran rostros,
le vuelve arisca el alma a uno,
le carga con fastidio las cobijas.

Yo tengo desgarrado algo
que se me sale, a veces, a maldecir los días;
la sensación de no hallarme,
la negación del tiempo
haciendo estragos en mis huesos.

Es que uno, a veces,
se levanta muerto
rajado a la mitad,
apenas floreciendo monotonías
y bostezando hastíos.

Es que uno, a veces,
se echa a podrirse
encima de contritos desalientos,
se nos eriza el compungido
o una gana de rompernos las entrañas
nos pone a mirar cualquier soledad con odio
hasta estallar lamentos.

Es que a veces, yo, como cualquiera.
enervado con ciertas cosas
que le sacan filo a la tristeza
me pongo en el oficio
de desollar el llanto.

Del libro: Las cosas que aprendí. Editorial Seshat, Bogotá, 2016.




Encuentro

El viejo recorrió la plaza.
Caminó por todo el malecón.
Saludó.
Esperó el atardecer.

A punto de volver,
ya resignado,
en los ojos de una anciana
que lo llamó por su nombre,
reconoció la infancia.

El mar,
de pronto,
se arremolinó.

Volvió a sentir
con algo de nostalgia,
el lomo de gato
de la espuma entre sus piernas
y perdido
en la retrospectiva de sus recuerdos
jugó una vez más,
quizá la última,
con las olas.

Argos se llamaba.

Ulises el Océano.

La anciana desapareció en la tela.

Del libro inédito: las Evidencias rescatadas.




Antología


Mi instinto ha desfallecido,
ávido,
todo encima,
por las inundaciones precisas de la libertad,
por el musgo
y la sospechosa pampa del delirio que va ahogándolo todo.
Me ha musitado, de esos fondos sin tregua:
sueños revueltos como lentejuelas de pantano invadiendo.

Yo le tengo cariño a esas incursiones.

A veces, presiento,
que sigo viajando como si fuese un cauce subterráneo que brega,
que hace lo que hacen los años entre los cuerpos.

A veces reviento algo por dentro como si naciera:
busco la luz lo mismo que la crisálida al abrirse frente al rocío.

Yo me he columpiado
frente a los cráteres del espanto.
Yo he amado hasta meterme la tierra entre los huesos:
este esqueleto será brisa,
lo he visto,
yo lo creo,
entre Biblia y cielo lo he sentido emancipado.

Yo sigo atisbando vestigios inmensos
como minúsculas distancias arrojadas al deseo.

He arruinado mi vida por todo esto:
por puñados de minutos augurándome
los mejores encuentros con lo desconocido.

De vez en cuando, parado frente al mismo recuerdo
me he sentido como un animal abandonado,
como si anduviera fronterizo,
como si supiera del desasosiego.
Pero he proseguido
y entonces, el crepúsculo,
me ha sorprendido trazando nuevas fronteras:
huellas blandas a la orilla de un río.

A esa sensación tan placentera que es la de escaparse
toda mi sangre se ha entregado.

He delirado por la velocidad como si sólo el instante bastara
y he entretejido mi aullido
como si quisiera dejar un fantasma tendido entre los árboles.
He escrito algunas palabras para perpetrar una historia:

mi nombre, aunque sea
y nunca he renunciado a desangrarme ante la felicidad.

Cada día he amanecido lejos de la repetición,
severamente me he sentido único.
He señalado, con anhelo,
las montañas inalcanzables,
los asolapados ríos escondiendo
entre la noche
las tranquilas charlas con el fuego.

Pero tampoco olvido
los rostros que fueron convirtiéndose en cotidianidad.

Sin embargo,
hay tantos labios para humedecer de nuevo,
para limpiar con la caricia
que me resulta difícil resignarme a perderlo todo.

Mi mente es alguien confundido,
desordenando todo,
tirando todo por la ventana.

Cuento esta verdad,
delirando todavía.

Todos los días un fugaz temblor
viene a decirme
que sólo es un viaje esto de la memoria,
lo digo en serio,
lo de la nostalgia
y la mirada trayendo ciertas conversaciones parecidas a un nido
son cosas que van enfermándolo a uno,
que la van poniendo ramas y hojas y estrellas en el aire.

De ahí nacen las lágrimas. No hay otra patria.

(Hay grillos
que plantan su voz de ausentes
en el centro de la lluvia.
La oración que nadie escucha,
la frase que confirma
que siempre se termina enamorado de la Luna).

Pero uno lucha, esquiva, se despedaza.
Yo he soñado con vivir de nuevo,
me he inventado,
cada milímetro del mundo ha sido como un lienzo en blanco:
me he arrojado con todos los colores,
sangre he pintado,
uñas,
barro y sueño entre los dedos,
todo encima:
montón de pintura que recuerda.

Yo me he entregado.

Todo.

Al final...
el cuadro siempre ha quedado solo
como cuando una llama se apaga
en la tiniebla.

Del libro Los nombres de mi sangre




                                                                                        Zeuxis Vargas




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